La gran trama conspirativa sobre el supuesto fraude electoral en EE.UU., que llevó a la insurrección del 6 de enero y al saqueo del Capitolio, sigue viva y aumentando. Este sábado se plantaron de nuevo ante la sede del poder legislativo norteamericano cientos de personas que ahora denuncian que los detenidos por la insurrección —casi 650— son en realidad prisioneros políticos, sometidos a tortura.
No es que los congregados dieran muchos detalles sobre esa supuesta tortura. Denunciaban, megáfono en mano, que a los detenidos, que en su mayoría aguardan juicio, se les deniega el derecho a afeitarse y cortarse el pelo, que en sus celdas hay moho y que cuando tienen hambre les dan galletas o pan, nada comparable con las prisiones turcas, iraníes o chinas, pero aun así motivo suficiente para venir a Washington a protestar de nuevo, apenas ocho meses después de la insurrección.
La concentración quedó bastante desangelada, sobre todo porque había más policías y periodistas que manifestantes. Aun así, eran suficientes como para que las autoridades volvieran a erguir la valla que rodeó el Capitolio tras el saqueo de enero. Había mucha bandera americana, mucha camiseta y gorra con el apellido de Trump, y carteles en la mayoría de casos inescrutables: «Libertad para los prisioneros políticos de Biden», «¿Dónde están sus derechos civiles?», «La corrupción de la justicia lleva al mal», «El Congreso tiene una valla, nuestro país no».
Como suele suceder en estas manifestaciones, la multitud era colorida y diversa. Había más de un uniformado: varios policías y algún bombero. Un tipo iba vestido de Batman, otro de Jesucristo. Abundaban las corbatas rojas, señal de que el inconfundible estilo de Trump sigue de moda en según que círculos. Un joven disfrazado de Davy Crockett, el rey de la frontera salvaje, con un mapache disecado en la cabeza, cantaba una especie de himno con el nombre de Ashli Babbitt.
Babbitt se ha convertido en la santa patrona de estos encuentros. Es la asaltante del Capitolio a la que un agente mató de un tiro cuando intentaba asaltar una parte de la Cámara de Representantes. Su nombre se canta una y otra vez con voz indignada, la prueba para esta gente de que los poderes fácticos ahogaron lo que no fue más que una manifestación que debería estar protegida por la libertad de expresión. En el olvido quedan los cuatro agentes policiales que se suicidaron después del violento asalto, y el quinto que murió tras ser golpeado y sacudido. Otros tres asaltantes fallecieron, por sobredosis e infartos.
Denuncian tortura
En un momento se subió a una tarima y cogió el micrófono Jeff Zink, que estuvo aquí en el Capitolio protestando el 6 de enero con su hijo. A él le interrogó el FBI, pero no presentó cargos. El hijo, sin embargo, fue detenido y se le imputan varios delitos violentos. «Mi hijo Ryan ha perdido su trabajo, su casa, fue torturado, se le encerró en una celda con moho, no le dejaron ducharse», denunció Zink, quien es candidato a diputado en Arizona.
Para Cara Castronuova, que también estuvo protestando aquí el 6 de enero, Washington se ha convertido en «un gulag», donde a estos insurrectos se les trata «como a los judíos en el Holocausto». Entre las razones de tortura que los asistentes dieron: se les obliga a vacunarse del coronavirus, como si fueran cobayas. Castronuova, por cierto, es una campeona de boxeo ya retirada, metida ahora a política.
Vestido como un doble de Trump, corbata roja incluida, Joe Kent, que es candidato a diputado en el estado de Washington, dijo que antes fue soldado y sirvió en Irak. «Es en Irak donde se arresta y mantiene detenidos a los sospechosos, no aquí dentro de nuestras fronteras», explicó. «Nuestro país parece que está a punto de convertirse en una república bananera».
Lo cierto es que los organizadores de la protesta eran conscientes de lo magra de la multitud, y, a modo de excusa, repetían una y otra vez que los medios de comunicación y los demócratas habían sembrado el miedo durante días, alertando de otra posible insurrección. Denunciaban además que el FBI había amenazado a muchos de los que querían participar y que algunos hasta habían sido detenidos con tal de que no llegaran hasta la escalinata frente al Capitolio. Este periódico le preguntó Matt Braynard, el principal convocante, si consideraba la manifestación un éxito, con apenas unas 200 personas a su alrededor, además de policía y prensa. Dijo que sí. «Mire todos los periodistas que han venido», dijo, con gesto como de apreciar la publicidad gratuita.
Braynard trabajó para la campaña de Trump en 2020, pero negó que esta manifestación tuviera nada que ver con el expresidente. «Este es un ejercicio puramente patriótico a favor de los derechos que nos otorga la primera enmienda, para defender a los compatriotas estadounidenses a quienes se les han negado sus derechos civiles debido a sus creencias políticas», dijo. (La primera enmienda de la constitución norteamericana es la que ampara la libertad de expresión).