«Nos están forzando a unos a ser los héroes que nunca quisimos ser y a otros les están haciendo comportarse como monstruos». Los polacos que habitan en la zona declarada de exclusión, ese territorio ajeno a los ojos del mundo limítrofe con la frontera con Bielorrusia donde han quedado aislados 115 pueblos de la provincia de Podlasia y a otros 68 de la de Lubelskia, esas gentes de a pie que trabajan de ocho a cuatro y pagan sus impuestos, no cuentan por teléfono ni a sus familiares lo que están viendo. O lo que han hecho por ayudar los inmigrantes. Nunca se sabe quién puede estar escuchando al otro lado, dicen. Y cruzan por la cabeza las imágenes en blanco y negro de la Stasi pinchando las líneas y transcribiendo en interminables fichas acusatorias lo tuyo.
Hay quien no alcanza a entender cómo le toca pagar con un sufrimiento inmenso los errores de otros, los de estados mal avenidos sin ir más lejos, y difícilmente le dan las fuerzas para soportar el dolor con el que están conviviendo. Y que no habían esperado nunca, ni en las pesadillas.
Eliza Buszko, 47 años, de profesión relacionada con el arte –sin más– es una de ellas. Su casa, que fue de sus abuelos, está en Bialowieza a apenas kilómetro y medio de la frontera, y ni su madre que está en Varsovia podría ir a echarle una mano porque no la dejan entrar, y a ella se le atraganta contar lo de esa noche de hace no mucho, alrededor del 6 de noviembre, en que acompañó con otros cinco vecinos a un «grupo secreto», léase organización humanitaria, a llevar lo básico a diez refugiados que se arriesgaron a pedir auxilio después de cinco días sin comer. Sí, la historia tantas veces contada estos meses de los bosques del este polaco, tan gélidos, tan impenetrables, donde los civiles amparan clandestinamente a los que se esconden como si fueran judíos perseguidos, imagen traída en unas declaraciones de la activista Joanna Aisha Iwinska a una agencia de noticias.
Entre los refugiados, narra Eliza, una mujer de unos treinta años inconsciente, a la que tuvieron que llevarse lejos de los otros nueve para llamar a una ambulancia y que se la llevase. A veces los santiarios vienen sin saberlo con la policía detrás y agarran a los refugiados; y a Bielorrusia automáticamente. A esta mujer, en ese vaivén maldito y pendular que se está produciendo en esta frontera de inmigrantes que son empujados a un lado y devueltos al de partida, donde les empujan otra vez y de nuevo vuelta a empezar, ya la ingresaron una vez en un hospital polaco, el de Hajnowka, «y allí fue secuestrada por la policía».
Ansiedad, alerta, tristeza
«Secuestrada, la sacaron y la dejaron sola en el bosque sin documentación». Esa noche cuando Eliza la conoce, la mujer no responde, pero está con esos otros iraquíes, cuatro jóvenes que ya van descuajeringados «como zombies», describe… por lo que parece, les han dado lo suyo en el país de al lado. Y están los tres niños con su madre y su padre, que pide perdón por estar incordiando. Perdonen, dice. El recuerdo empaña los ojos y obliga a parar.
Toma aire. Reanuda.
«Estamos todos llorando». Continúa. No continúa.
«Nadie está preparado para afrontar eso». «En el lugar donde elegiste vivir, un sitio maravilloso, de pronto irrumpe el ejército, los helicópteros, no puedes salir de tu casa. Lo han convertido en una zona de guerra». No es palabra de Eliza, sino de Katarzyna Ciszewska, coordinadora del equipo de ayuda psicológica del colectivo Grupa Granica que lidera el movimiento de solidaridad en la frontera polaca, desde el que asisten con 50 profesionales, incluidos psiquiatras, a los cooperantes y a los polacos anónimos que solo habían visto un refugiado en la tele y que ahora les tienen agonizando a las puertas. Ese impacto descompone. Aquella noche los pequeños se durmieron en las rodillas de Eliza y al final hubo que abandonarles ahí al raso. «Les ayudan con lo que pueden, no pueden hacer mucho más porque quebrantan la ley». Alude la experta a que si se te ocurre trasladarlos tú donde sea, en Polonia es tráfico de seres humanos.
Ansiedad. Desórdenes del sueño. Un estado de alerta, de mala vigilia, propia de quienes se enfrentan a situaciones traumáticas. Una «tristeza profunda», también de ver que tu país se comporta de una forma «horrible», no tanto por el control de la frontera, si no por el trato inhumano que aplica a quienes la franquean.
En la zona de sombra, ahí donde solo Dios y la Polonia oficial sabe qué está pasando, Aneta, de Sokolka, antes periodista y ahora escritora en busca de las huellas de los refugiados de la I Guerra Mundial en su región, explica que hasta este momento en que esos inmigrantes irregulares contra los que el Gobierno de Morawiecki lleva años predicando «eran algo no real, solo de la imaginación». «Cosa de Europa, de Grecia…». Hasta que cobraron entidad propia ahí al lado suyo, en el bosque. Ni ella ni Eliza comentan con los vecinos. No nos equivoquemos, sus actividades son nocturnas y clandestinas. Lo peor, confiesa Aneta, es cuando se la han jugado por arrimar supervivencia y poco más a una familia y vuelves al salón y tienes que oír a los «pseudo patriotas» polacos llamándote sospechosa. O que tus hijos vuelven del colegio, 8 y 10 años, y les tienes que convencer de que eso que les dicen de que los que entran son enemigos no es verdad. Es devastador.
Ni Eliza ni Aneta han pedido ayuda psicológica.