En China todo se mueve tan deprisa que, igual que avanzó y se abrió rápidamente durante las cuatro últimas décadas, ahora está retrocediendo y cerrándose a pasos agigantados. Además de por la pandemia del coronavirus, que ha aprovechado para sellar sus fronteras y separarse aún más de Occidente, este cambio solo se explica por el nuevo rumbo marcado por el presidente Xi Jinping, el dirigente más poderoso y autoritario desde Mao Zedong.
En un cambio histórico, Xi rompió entre 2017 y 2018 el liderazgo colectivo que venía caracterizando al régimen chino desde la muerte en 1976 del ‘padre de la patria’, Mao Zedong, para perpetuarse en el poder. Tras reformar la Constitución de 1982 para eliminar el límite de dos mandatos presidenciales de cinco años, Xi seguirá al mando después del Congreso del Partido Comunista previsto para el otoño del próximo año y más allá de la Asamblea Nacional de marzo de 2023, cuando en teoría debía retirarse. Impuesto precisamente para evitar los desmanes personalistas de la época de Mao, que costaron millones de vidas en el ‘Gran Salto Adelante’ (1958-62) y la ‘Revolución Cultural’ (1966-76), dicho tope era la base de gobierno del autoritario régimen chino, que ya no es una dictadura colectiva, sino personalista.
Como secretario general del Partido Comunista desde 2012 y presidente de la República Popular desde 2013, así lo demuestran su acumulación de cargos y el culto a la personalidad construido por la propaganda oficial, que lo ha bautizado como Xi Dada (Papá Xi). Además de dirigir la Comisión Militar Central, que controla al Ejército, Xi Jinping se ha erigido en el ‘núcleo’ del régimen y su pensamiento político ha sido incluido hasta en los programas escolares y en la Constitución del país, una distinción que le equipara con Mao.
Nadie en China desea una vuelta a los oscuros tiempos del Gran Timonel, marcados por un comunismo a ultranza que el régimen abandonó en aras del extraordinario crecimiento que ha traído su apertura al capitalismo. Pero Xi alienta una recuperación del ‘socialismo con características chinas’ para combatir la influencia occidental, lo que incluye rechazar cualquier intento de democratización del régimen para no desaparecer como la Unión Soviética. Con la promesa de erradicar las desigualdades sociales que ha traído el crecimiento económico, también propugna una ‘prosperidad común’ que ha puesto en el punto de mira a los más adinerados, como los magnates de las empresas tecnológicas, las celebridades y, en general, todo aquel que pueda hacerle sombra.
Reforzando este sistema híbrido, que compagina una economía de libre mercado aún protegida por los monopolios estatales con un férreo control político y cada vez menos libertad social y cultural, Xi Jinping se enorgullece de haber acabado con la pobreza extrema y alcanzado una ‘sociedad socialista moderadamente próspera’. Para los próximos años, seguramente antes de que acabe esta década, su objetivo es superar a Estados Unidos como primera potencia económica mundial en términos brutos.
Como ya lo ha bautizado, su sueño es «el rejuvenecimiento de la gran nación china» después de más de dos siglos tumultuosos de humillaciones por parte de las potencias coloniales de Occidente y de agravios como la larga invasión de Japón y el caos de la era de Mao. Para lograr este objetivo, Xi Jinping no ha dudado en eliminar a sus rivales dentro del régimen con una campaña anticorrupción que ha purgado a un millón y medio de funcionarios y cuadros del partido, algunos de ellos altos cargos y mandos militares. Además, ha endurecido la represión contra los disidentes y activistas sociales y ha reforzado la censura en internet para silenciar las críticas contra su autoritarismo.
Cultivando su imagen de líder fuerte, planta cara a EE.UU. con su creciente poderío espacial y militar, amenaza con una invasión de la isla de Taiwán y sigue su expansión por el mar del Sur de China
Sin importarle las críticas de Occidente, ha liquidado el modelo de ‘un país, dos sistemas’ que debía regir en Hong Kong hasta 2047, acabando con las libertades que tenía la antigua colonia británica para aplastar sus protestas reclamando democracia. Con esta misma estrategia de matar moscas a cañonazos, en la región musulmana de Xinjiang ha impuesto un Estado policial y un sistema de campos de reeducación donde han sido encerrados un millón de uigures para prevenir el terrorismo islamista.
Además de plantar cara a Estados Unidos con su creciente poderío espacial y militar, como se ha visto con su reciente misil hipersónico, amenaza con una invasión de la reclamada isla de Taiwán y sigue su expansión por el mar del Sur de China. Con cada vez más frentes abiertos y disputas territoriales que van de Japón a la India, sigue cultivando su imagen como el líder fuerte que está devolviendo a China el lugar que le corresponde en el mundo.
Para ello, extiende sus tentáculos en forma de inversiones multimillonarias con iniciativas como las ‘Nuevas Rutas de la Seda’ y la ‘diplomacia de las vacunas’ contra el coronavirus. Pero, al mismo tiempo, dificulta la investigación sobre el origen de la pandemia en China y sus ‘lobos guerreros’ aúllan en las embajadas y redes sociales contra quienes reclaman que la OMS vuelva al laboratorio de Wuhan.
Labrada con el tiempo, esta consolidación de su figura era impensable cuando llegó al poder como consecuencia de los equilibrios entre las distintas facciones del régimen. De hecho, el favorito de su antecesor, el presidente Hu Jintao, era el actual primer ministro, Li Keqiang, quien acabó relegado al segundo puesto y ha sido totalmente eclipsado por Xi.
La lucha por el poder tras el escándalo de corrupción de Bo Xilai sirvió a Xi Jinping para purgar a sus enemigos internos
Además, la sucesión de Hu Jintao quedó empañada por el caso de corrupción de Bo Xilai, el alto cargo del régimen cuya esposa fue condenada por haber matado al empresario británico que les ayudaba a sacar su dinero de China. Con rumores de golpe de Estado incluidos, tan sonado escándalo desató una lucha de poder en la cúpula del régimen que le sirvió a Xi Jinping para purgar a sus enemigos internos, como el anterior responsable de Seguridad Zhou Yongkang y a los principales mandos del Ejército. Con todos ellos en la cárcel y su facción del Partido neutralizada, ha atesorado a sus 68 años un poder absoluto para sorpresa de propios y extraños.
Y es que a Xi Jinping, que nació el 15 de junio de 1953 en Pekín, se le conocía más por su esposa, la famosa cantante Peng Liyuan, que por su carisma político. De hecho, era uno de los ‘principitos’ del régimen porque su padre, Xi Zhongxun, había luchado junto a Mao Zedong en la guerra civil (1945-49) y ocupado altos cargos en el nuevo Estado comunista. Sin embargo, pronto descubrió que el poder también podía ser muy peligroso en China porque su progenitor fue purgado durante la ‘Revolución Cultural’ (1966-76) y él mismo acabó trabajando en el campo en la provincia de Shaanxi cuando era solo un adolescente. Antes de ser finalmente aceptado en el Partido Comunista de China en 1974, su solicitud fue rechazada hasta nueve veces porque su padre era uno de los millones de apestados políticos que había dejado la ‘Revolución Cultural’ de Mao Zedong.
Antes de ser finalmente aceptado en el Partido Comunista en 1974, su solicitud fue rechazada hasta nueve veces porque su padre era uno de los millones de apestados políticos que dejó la ‘Revolución Cultural’
Tras licenciarse en Ingeniería Química por la prestigiosa Universidad de Tsinghua en 1979, cuando Deng Xiaoping empezaba a abrir el país al capitalismo, su padre aprovechó que había sido rehabilitado para ayudarle a escalar posiciones en el régimen. Con la consigna del desarrollo económico, contribuyó a la industrialización de las provincias costeras de Fujian y Zhejiang, que albergan buena parte de las cadenas de montaje de la ‘fábrica global’ junto a Cantón (Guangdong). Gracias a sus éxitos, reemplazó en 2006 a Chen Liangyu, el influyente secretario local de Shanghái defenestrado por corrupción. A partir de ahí, su ascenso fue meteórico y en octubre de 2007, con motivo del XVII Congreso del Partido Comunista, entró en el todopoderoso Comité Permanente del Politburó, donde ya se posicionó como el sucesor del entonces presidente, Hu Jintao. Un año después pasó una crucial prueba de fuego al encargarse con éxito de la organización y seguridad de los Juegos Olímpicos de Pekín, ocupando la vicepresidencia de China en 2008 y de la Comisión Militar Central en 2010.
Casado en segundas nupcias con Peng Liyuan, una estrella de la música que pertenece al Ejército, tiene una hija, Xi Mingze, que estudió en Harvard bajo un nombre falso. De carácter pragmático, serio y controlador, es un gran aficionado al fútbol y se dice que también al cine de Hollywood, con especial predilección por la serie ‘House of cards’. Quizás por ese motivo, ha hecho de su cruzada anticorrupción un arma política para librarse de sus enemigos internos, pero no le ha impedido a su familia amasar una fortuna millonaria, como desveló Bloomberg en 2012. Una información que, como no podía ser de otra manera, fue censurada en China, donde nada puede enturbiar la imagen inmaculada, casi como de un Buda, de Xi Jinping, el nuevo ‘emperador rojo’.